Solo por esta vez romperé la  norma: meterme con una mujer de cuidado, a la que por nada del mundo le  gustaría leerse aquí, tal y como pienso escribirla y no como a ella le  hubiera gustado. Por esta, y solo por esta vez, me permitiré ir contra  la que debiera ser la norma: fastidiar a Kathy Acker, decirle que no  tienen parangón con ningún otro escritor o escritora del mundo, ni  siquiera con Patti Smith, con quien a menudo se le compara (porque, por  fuerza, debemos parecernos a alguien), aunque suele comparársela también  con otra incomparable: Gertrude Stein. Pero Kathy no se parece a nada  ni a nadie. Decirle: Kathy, me enterneces más que darme miedo. Escritora  única, cleptómana del lenguaje que roba un poquito de allá, otro  poquito de acá y elabora una obra personalísima con base en variopintos  retazos. Hay que decirlo, sin embargo, que el plagio es apenas un rasgo  de estilo, de carácter autoral. Reconoce, sin embargo, estar muy  influida por William Burroghs. Se le inscribe también dentro de una  curiosa corriente de la que, al parecer, es la única exponente: la  post-noveau-roman. Considerada ícono del feminismo, Kathy declara -¿en  broma?- haber escuchado hablar del feminismo mucho después de perder la  virginidad.
Así, entonces, por esta vez no empezaré diciendo que  Kathy Acker -grandes ojos rencorosos, corte de pelo militar-, se llamaba  en realidad Karen Alexander –cosa que, presiento, consiguió olvidar,  sobretodo porque desde siempre sus amigos se refirieron a ella como  “Kathy”-, ni que nació en Nueva York el 18 de abril de 1947. El “Acker”  lo tomó de un fugaz primer marido llamado Robert Acker. Menos, todavía,  ahondaré, como suelo hacer, en su infancia, dolorosísima, que también  consiguió olvidar. Pareciera mentira, pero la antisocial y antisemita  Kathy nació en el seno de una rica familia judía. Su padre se suicidó  siendo Kathy una niña. De la Kathy niña ha dicho: “Mis padres eran  monstruos para mí. Eran horribles. Y yo fui una buena niña que tuvo  coraje para oponerse a ellos. Solían decirme qué debía hacer y cómo, así  que solo en mi habitación lograba sentirme libre: la escritura era lo  único que me permitía hacer lo que quería sin que nadie me dijera cómo  hacerlo.” Dejo para otra ocasión el dato de que Kathy terminó formando  parte de una pandilla punk y montaba performances callejeros salpicados  de sangre. Concentrémonos, por ahora, en su obra literaria, escuetamente  traducida al español.
Don  Quijote y Aborto en la escuela son sus únicas novelas disponibles en  nuestro idioma, así como una serie de relatos dispersos en antologías.  Con El Quijote, ha dicho que no existía una conciencia feminista en su  escritura, aunque sí la intención de encontrar una voz como mujer. De  interpretar la lectura original de Don Quijote como mujer: “(…) el  asunto del plagio, para mí, tiene más que ver con la esquizofrenia y la  identidad. La intención primera fue plagiar un texto que me resultó  fascinante, pero poco a poco se impuso la necesidad de construir una  identidad a partir del Quixote”, señala K.A en entrevista con Ellen G.  Friedman.
Aborto en la escuela no podía haberse titulado de otro  modo. Al menos, por lo que a mí respecta, se me dificulta hallarle un  título alterno (se aceptan sugerencias). Empiezo por preguntarme (y  Kathy me repudiaría por preguntarme algo semejante): ¿Por qué Kathy  escribe estas cosas? Descarto, de antemano, la posibilidad de que  buscara fama. Precisamente de esta imposibilidad se origina la duda:  Kathy debe haber comprendido que era muy probable que ningún editor,  americano al menos, se atrevería a publicarle sus textos, que van más  allá de la transgresión per se. La escritura de Kathy Acker la expone  como una artista de la destrucción, y eso incluye la propia. Su cuerpo  fue un espacio más para una escritura/ instalación que admitía incluso  la explotación del dolor físico como medio de expresión. ¿Escribía Kathy  para que la amaran? Es probable. Aunque conoce el mundo lo bastante  para incurrir en la ingenuidad de que se la amara por lo que escribe…  aunque no falte quien lo haga. ¿Autora de culto? Lo que, presiento,  perseguía Kathy, al menos al instante de escribir Aborto en la escuela,  era la muerte. No cualquier muerte, por supuesto, sino una muerte  vivida, descrita, que le permitiera ejecutar su, acaso, último  performance del dolor. Y me refiero, concretamente, al dolor del cáncer  que haría necesaria la extirpación de sus pechos. Dudo, sin embargo, que  su heroína, Janey, tenga algo que ver con ella. Finjamos al menos, por  respeto a Kathy, que creemos que no lo tiene. Después de todo, Kathy era  una mujer madura al momento de escribir la aventura de Janey, no una  niña de trece. No se nos ocurra, tampoco, suponer que Kathy se negaba a  crecer, que permanecía atrapada en el cuerpo de una niña emputecida,  violada y pandillera. La única certeza que podemos tener, por ahora, es  que Janey también sufre de un cáncer que la matará antes de cumplir los  quince. Revelo este detalle, la verdad, porque no es demasiado  importante…porque Janey tampoco es importante y Kathy mucho menos, y su  muerte, la de Janey, no debe distraernos más de lo necesario.  Coincidimos, pues, que Janey no puede, no debe ser alter ego de Kathy.  Lo único que comparten es un cáncer que las consume. Según declara en  una de sus últimas entrevistas, realizada por RU Sirius, Kathy no  escribe historias para recordarlas sino, al contrario, para que salgan  de ella.
¿Dolor moral? ¡Faltaba más!, alguien que escriba estas cosas  difícilmente conocerá este tipo de dolor. ¿Cómo, entonces, Janey se  siente identificada nada menos que con Hester Prynne, heroína de La  letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne, y campeona del dolor moral?,  ¡qué contradicción!, pensará el lector que haya aguantado hasta acá, el  punto sublime de la novela de Acker (como ella prefiere que le llamen, y  no Kathy, perdón). Hester Prynne, recordemos, fue condenada por  engendrar una hija fuera del matrimonio, cuya paternidad insiste en  guardar en secreto. Janey, la putilla de trece años, lee esta novela  para distraerse del cautiverio en que la mantiene un tratante de  blancas. Nunca lo dice tal cual, pero salta a la vista que el inmenso  dolor moral de Hester contribuye a paliar el dolor físico de Janey… y de  Kathy. No puede (¿pueden?) evitar identificarse… ¿con Hester o con  Pearl, la niña a quien ningún padre reclama? ¿Qué sería, después de  todo, un equivalente a Hester Prynne en nuestros tiempos? ¿Qué nos  indignaría en una mujer? (porque tiene que ser mujer), ¡bingo!: una  putilla de trece años, para quien abortar se ha convertido en una  rutina. La abortitis, como equivalente de la maternidad soltera en la  puritana colonia inglesa del siglo XVII. Es a través de esta novela que  Janet recibe su “educación sentimental”: “Hester Prynne, nos cuenta  Hawthorne, había querido ser buena chica. Recuerdo que yo quería ser una  buena chica para complacer a mi padre (…) De repente cierto  insospechado extático enloquecedor abrumador brote de rebeldía, como una  enorme víbora tendiendo su lazo, alzándose y extendiéndose y  conquistándolo todo, así es el amor, loco-serpentina se alzó en Hester y  Hester jodió. La preñez hizo que su salvajismo o su maldad (esa es la  palabra religiosa para lo salvaje) fueran públicos.” (p.p 91 y 92).

Las  dos palabras más frecuentadas en Aborto en la escuela son amor y  salvaje. Casi siempre asociadas. Siempre malditas. Janey proclama sin  pudor su necesidad de ser amada y protegida, y a continuación aclara  que, para ella, su insoportable franqueza la pone del lado de los  salvajes, es decir, los marginales (las putillas de 13 años, las  adúlteras, las escritoras). En rigor, Janey no es un modelo de  feminismo, pero su discurso, que muchos tildan de posfeminista, es  feminista. No, claro, ortodoxo –nada en Acker lo es- , pero feminismos  hay muchos, unos más subversivos que otros y Kathy representa, a través  de un cuerpo de niña violentado, la estéril persecución de la aceptación  masculina que se extiende a manera de cáncer por el cuerpo de Janey,  que se odia a muerte por reflejo de la respuesta del mundo. Janey es una  niña que nunca fue virgen y que nunca fue niña. Su tono es el de una  mujer adulta desde que, al arrancar la historia, contando diez años,  descubre que su padre, que también es su amante, se ha enamorado de una  mujer adulta. Todo parece indicar que la niña está habituada a cohabitar  sexualmente con el padre, desde antes de que muriera la madre, y por  supuesto, el padre juega a placer con la hija, que es suya, sin que se  insinúe, por un instante, que se trata de una circunstancia anómala. En  el mundo de Kathy Acker, es común que las niñas sean juguetes sexuales  de sus padres.
¿Es el de Kathy un mundo desnudado de hipocresía? ¿Un  mundo donde todo está permitido? Al contrario: es el mundo debajo de una  máscara decorativa frecuentada por padres que joden con sus hijas y  empleadas de panaderías hippies que quisieran escupir el rostro pálido  de sus clientes. Para Kathy Acker, como para Janey, el mundo ofrece  tantos misterios como el contenido de un excusado, ninguna sorpresa. Su  único consuelo consiste en soñar. Ojo: he dicho soñar, no dormir. Janey  refiere de continuo el salvaje arte de soñar, pero es mucho más  reservada respecto a esos sueños que a sus abortos. Para ella, como  sospecho que para Acker, también cuanto le rodea tiene su origen en la  enfermedad. El amor y la cultura, por ejemplo. Se tiene que esta muy  enfermo para amar, para escribir. Escribir, de hecho, es el síntoma:  “(…) Creo que la mayor parte de los escritores están chalados porque se  pasan el día sentados en su habitación, garabateando estupideces que  nadie quiere leer, y casi no joden (…)” (p. 79).

Y  ahí está Janey, la más enferma de todos, escribe y escribe. Escribiendo  como lee, como jode: compulsivamente. Nunca ha dicho, sin embargo, que  el sexo le sea placentero. El sexo es el medio a través del cual Janey  finge sentirse amada, aunque sea tratándose de su carcelero, el tratante  de blancas, a quien escribe profusas cartas de amor y poemas. La  lectura y la escritura le son entrañables a la enfermedad que roe sus  huesos: “Pearl tiene cuatro años. Es de lo más salvaje. Salvaje en el  sentido que tenía para la sociedad puritana de Nueva Inglaterra sobre la  que Hawthorne escribía, significaba ser malvado, alguien que comete un  crimen contra la sociedad. Salvaje. Salvaje. Salvaje. Ir a donde te da  la gana y hacer lo que te da la gana y ni siquiera planteártelo así (…)  Estos hombres que son los más importantes del mundo deciden que tienen  el deber de arrancar a la hija de los brazos de su madre. Quieren  quedarse con el hijo para enseñarle a que les mame la polla. Eso es lo  que suele llamarse educación (…)” (p.p 119 y 121).
Janey aborta.  Penelope Mowlard aborta. Judías (como Janey, como la propia Kathy antes  de ser Acker), protestantes y católicas, abortan. Janey se las topa a  menudo en la antesala de aquella habitación verde claro, y siempre que  regresa se topa con neófitas que están como si fueran a pasar con el  dentista. Cinco minutos, les dice Janey, diez años, consoladora,  experimentada: es como si te jodieran: te acuestas y te abres de  piernas. Y ya está. Incluso te pueden anestesiar por solo 50 dólares. El  tono de Janey al relatar su experiencia abortiva resulta ambivalente.  Casi frívola. También indignada, porque detesta al médico que mata de 32  a 48 bebés por día, embolsándose por ese solo hecho entre 1,600 y 2,400  dólares. Porque así es como Janey lo quiere percibir: una matanza de  bebés.
Pareciera, no obstante, que la niña encuentra acogedor el  sitio, “(…) Me sentía más segura ahí que en la calle. Deseé un aborto  permanente.” (p. 43). No se trata de un asunto moral, mucho menos  estético, por magníficas que sean las líneas logradas por Kathy. Acaso  una denuncia, no social sino del dolor propio: “(…) Describir mis  abortos me parece la única forma real de hablar del dolor y del miedo…  mi incontenible impulso de amor sexual me ha hecho conocer todo esto.”  (p. 44). Abortar, entonces, pareciera tener para Janey un significado  múltiple: matar, matarse, matar al padre: matar la vida. Pudiera  encontrarse en la escena una alegoría de la guerra –todas esas muchachas  muertas… bebés asesinados…-, aunque resulta difícil pensar que alguien  con la apabullante franqueza de Acker, quien baña de obscenidades al  Presidente Carter, recurra a un símil para expresar algo. Por ello  prefiero quedarme con lo que la propia Janey expresa: hablar de sus  abortos es una manera de hablar de su dolor. Un dolor íntimo que no le  da la gana anestesiar por cincuenta dólares y olvida apenas abandonar la  habitación verde.
Aborto en la escuela no obedece al formato  tradicional de novela. Aclarar esto es inútil en vista de que nada en  Kathy Acker lo es. Llamémosle, de todos modos, una novela compuesta con  poemas, anotaciones, dibujos, diálogos teatrales y un par de fabulas  conmovedoras. Todo girando en torno a la desesperada búsqueda de  identidad de Janey, condenada de antemano a no encontrarse jamás. Es  también un homenaje, como de hecho lo es la obra toda de Kathy, a sus  autores amados, casi todos clásicos, con excepción de Jean Genet que  aparece como personaje. Janey conoce a Genet en Egipto. ¿Cómo ha llegado  hasta allá la niña prostituida y enferma de cáncer? Poco importa: ya ha  vivido en Mérida y hasta en una suerte de basurero en Nueva York. A  Janey se le encuentra en cualquier parte, quizá a Genet también. Janey  se convierte en una especie de discípula del escritor francés, como, un  poco también, Kathy. Como Genet, Kathy se regodea en la miseria humana.  La ventila, nos la arroja a la cara y, lo mejor, no duda en participar  de ella para decirnos qué se siente: “(…) El cáncer es la manifestación  extrema de la situación del que está jodido. Soy un desastre total, a  saber, a priori sesgada respecto al mundo/ la naturaleza de las cosas,  por consiguiente: respecto a mi misma, segada con respecto a mí misma  jamás viviré sin dolor (…)” (p. 163). Aunque se alude a la violencia y a  la pornografía cuando se aborda la obra de Acker, agregaría que esto  pasa a segundo plano cuando nos topamos con el dolor, con el escalofrío,  con el desvalimiento hecho odio que caracteriza la prosa de esta  autora. La violencia y la pornografía, en realidad, son la consecuencia y  no el fin. La soledad, el dolor y el odio son generadores de violencia y  pornografía y no a la inversa. No es otra cosa que la visión del mundo  de Acker: un mundo que violenta el cuerpo, la sexualidad y los  sentimientos de las mujeres. En este sentido, intuyo, Acker está más  cerca de los clásicos que cualquiera de los autores de su generación.  Está, como “sus clásicos”, más abierta al ámbito de los instintos y de  la naturaleza de lo que pudiera estar cualquier autor de finales del  siglo XX. No extrañe, por tanto, que consiga meterse tan plenamente en  la salvaje carne de Baudelaire, en el extraordinario cuento “J” y  hacerlo decir (con mayúsculas del original): “SOY CONSCIENTE DE QUE  CUALQUIER, HOMBRE O MUJER, QUE AME LA BELLEZA (Y EL ARTE) SE EXPONE AL  DESPRECIO DE LAS MASAS…” (Los nuevos góticos, Bradford Morrow y Patrick  MxGrath, compiladores, Minotauro, Barcelona, 2002, traducción de A.  Erenhaus).

Entre  los datos “ortodoxos” de la biografía de Kathy, que los tiene,  pudiéramos contar realizó dos años de postgrado en la Universidad de  Nueva York y que, entre otros empleos, fungió como archivista,  secretaria, stripper… y “artista porno”. Casada y divorciada. Divorciada  y casada. Se dice que fue abiertamente bisexual. En 1980 se trasladó a  vivir a Londres. A finales de los ochenta retornó a los Estados Unidos y  se dedicó a dar clases en diversas universidades, algunas de ellas tan  prestigiadas como la Universidad de California y la de Santa Bárbara.  Según confesó en una entrevista, la razón de su pasión por las motos no  fue la velocidad, sino que era la manera más efectiva de convertir en  vibrador el pequeño anillo que llevaba incrustado en el clítoris.
El  hecho de que la escritora se trasladaría a Tijuana para recluirse en una  clínica alternativa para tratarse el cáncer de mama, originaría un  alboroto entre sus admiradores –que tenía muchos, para su sorpresa- en  aquella ciudad fronteriza. En todo momento la acompañarían numerosos  amigos…
Se trasladaría a Tijuana, con la intención de someterse a un tratamiento contra el cáncer de mama en una clínica alternativa.