domingo, 6 de julio de 2008

Impresión


Ella se alisaba el pelo con la mano, ni peine le había hecho el infame prowehewe que la fue a comprar al conuco seco de su padre casi cacique casi respetable casi sabio pero muy pobre y hambriento harto de hijos y esposas tísicas y si no tosían igual se morían de sed o malaria y la niña con su carita de ojos rasgados y el cuerpo macilento y amarillo con las costillitas marcadas y esa sensación tan ruin del hambre que es como un dolor con ardor profundo que llega a atormentar hasta la locura pero ellos eran valientes y esperaban que la espesura los invitara al heniyomi y es así como se vio cruzando el claro de la selva ya koo al shapono apenas con el catumare que se quedó olvidado en la orilla y después el río brioso bajando desde donde empezaban las paredes de los cerros más antiguos y la neblina despidiéndose de su tristeza no la dejaba ver entre las nubes de insectos y sus ojos enfermos de una nata blanquecina y sus lagrimas tenues envolvían las cosas en un velo de desolación y resquebrajamiento enormes mientras el sonido de las aguas intensificaba su potencia alejándose de su urihi y supo en sus adentros que nunca más los vería a ellos quienes la cuidaron de las fieras y los espíritus hekura de la noche que se llevan a las apami y era mejor pertenecer a un indio de esos que dejar que un uruhitheri de la oscuridad se la llevara al mundo de los difuntos vivos pero que más extinción que esta nueva tribu remota cuya lengua no entendía ni conocía esas ollas ni los fusiles ni los espejos motores ni cigarros y todo eran ofrendas y ella con hambre se le iba la vida tras las cestas llenas y aquel anciano hostil que la pisaba en el chinchorro de fibra picosa de kumare tan breve y del tamaño de la pereza de aquel indio centenario sin sabiduría aparente y flojo como sus excrementos y en su lengua maldijo clarito mientras un helicóptero rasgaba las nubes y empezaron a bajarse con sus pañuelos brillantes y sus maletines negros y ella cerró los ojos mientras el corazón se le estallaba adentro pero como era insignificante nadie la echó de menos en el trajín del arribo y ellos los indios son así inexpresivos para cosas esenciales como la muerte.

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